miércoles, 10 de diciembre de 2008

Adam Smith; "La teoría de los sentimientos morales"



Junto a su Riqueza de las naciones Smith solo quiso publicar otro libro, que no atendía al campo de lo económico, titulado La teoría de los sentimientos morales [1759].

De esta obra se desprende, al igual que en la Riqueza de las naciones, una búsqueda por desentrañar leyes universales que rigieran cada determinado campo de estudio. La influencia que Newton propulsó sobre el resto de comunidad científica tras sus disertaciones es vital para entender los escritos smithianos en sí mismos.

Smith buscaba en esta obra un orden natural que coordinara la vida de los individuos. Sus preguntas, intuiciones y deducciones no fueron resueltamente novedosas; seguían una corriente de pensamiento filosófico que se preguntaba sobre los elementos –morales- que hacían factible la convivencia pacífica de los hombres, aquellos actos “cívicos” que surgían de la psique humana.

Los sentimientos operaban pues como modeladores del carácter humano, permitiéndole vivir en sociedad. Para explicar esto Smith introdujo la figura del espectador imparcial. El espectador imparcial realiza la función de la conciencia, mediante la cual el hombre se juzga a si mismo desde la perspectiva de tercera persona.

Y no solo se enfrenta el autor a la idea que cada uno tiene de sus propios actos como freno a posibles actitudes “no deseadas”, también introduce el concepto de simpatía como dispositivo de armonía social. Para Smith las personas desarrollamos un sentimiento de cercanía hacia personas con las que convivimos –e incluso que no conocemos- que nos hacen partícipes, sentimentalmente, de sus logros y de sus fracasos. Está presente en la naturaleza humana la necesidad de sentirse valorado –ya que sabemos de esa simpatía que los demás puedan mostrarnos- por lo que en nuestra vida buscaremos realizar acciones remarcables y nos alejaremos de las que puedan crear repulsión hacia nuestra persona.

Plantea Smith que es evidente que no todas las acciones virtuosas pueden ser alabadas, por lo que debe existir otro elemento que impulse a las personas a llevarlas a cabo. Entra aquí la idea de que el solo hecho de ser merecedor de elogio ya es un estímulo sostenible para llevar a cabo una acción. Aparece aquí de nuevo el espectador imparcial, ese “yo” que se sustrae de cada cual y que indica que es correcto y que no lo es.

Esta conceptualización del ser humano es, de base, optimista, y de forma, poco explicitada. Parte de la idea de que los hombres se rigen por una propensión a actuar bien, aun cuando la realidad le mostraba lo contrario. Además, no indicaba con precisión si los actos realizados para provocar algún bien son en sí mismos buenos. Para rellenar estos dos puntos “vacíos” introdujo a la divina providencia como la impulsora de ese estadio del que solo podían proyectarse buenas acciones y que, en caso de que no fueran comprendidas o dignificadas en la tierra, lo fueran en la otra vida.

Smith empleaba pues a Dios como “paraguas” en su teoría, pero dejaba al hombre en el primer plano. Confiaba en su conciencia para discernir el bien del mal, pero eso no significaba que entendiera una sociedad sin “justicia”. Para el autor los hombres tenían la potestad de exigir al conjunto que actuasen de forma bienhechora, en base a esos criterios morales, cristalizándose en leyes que podían, incluso, aplicarse por la fuerza. Adam Smith estaba proponiendo un modelo institucional desde una teoría política que de hecho se complementa con su obra La riqueza de las naciones.
Bilbiografía
Perdices de Blas, L.; “Historia del pensamiento económico”, Ed. Síntesis, Madrid.

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